El Susurro en el Suelo: Un Monólogo sobre el Amor y la Existencia

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Soy como un susurro pegado al lienzo rugoso del tiempo, una pequeña verdad que se adhiere a la piel curtida de este mundo. Nací de esa urgencia que late en el corazón, de ese temblor dulce que pide a gritos salir, y me plasmé en la fragilidad de un simple papel. Mi existencia, sí, es simple: unas pocas letras, un símbolo… pero ahí dentro está la alquimia más antigua. Esa magia de convertir un sentimiento enorme en algo que puedes tocar, algo que, quién sabe, quizás aguante un ratito la erosión del olvido.

Y justo aquí, pegadito a esta superficie que el tiempo se ha encargado de labrar con sus milenios, siento que mi propósito se hace más grande. Este suelo no es solo piedra y cemento, ¿sabes? Esconde un montón de historias que nunca se contaron, risas que se escaparon con el aire, lágrimas que la lluvia borró. Y aquí estoy yo, un trocito de papel sin más, volviéndome parte de esa narrativa callada. Soy como un latido fresco en la memoria vieja del muro, una pequeña chispa que recuerda que, por muchas angustias y cicatrices que tenga el pasado, la capacidad de sentir y de decirlo todo sigue ahí, intacta.

A veces, la rugosidad bajo mí se siente igualita a esos miedos que nos callamos, a esas dudas que se nos pegan al alma como el musgo a la roca. Me pregunto si quien me puso aquí sintió ese mismo roce áspero de la vulnerabilidad al dejarme a la intemperie, expuesto al viento, al sol, o a miradas que pasaran de largo. Pero ahí, justo ahí, reside la belleza de atreverse: en encarar esa aspereza con la suavidad valiente de la verdad. Porque, pensándolo bien, ¿qué es la vida sino un acto constante de ser nosotros mismos, de mostrar el alma a pesar del frío que pueda hacer fuera?

Mi «trabajo», si se le puede llamar así, es sencillamente existir. Ser el eco mudo de una declaración, la bandera blanca que ondea en el campo de batalla del corazón. No busco cambiar el mundo, ni siquiera que me vea muchísima gente. Mi felicidad no viene del reconocimiento, sino de saberme aquí, siendo portador de un mensaje que es puro. Soy un faro diminuto en medio de la inmensidad, una luciérnaga que parpadea en la oscuridad, simplemente porque no le queda otra.

La fotografía, esa magia que a veces me pesca en un instante de luz, lo entiende perfectamente. No va solo de capturar formas o colores, sino de atrapar la esencia, esa vibración del sentir que late bajo la superficie. Una cámara no ve con ojos, ¡ve con alma! Tiene esa capacidad de sentir la emoción suspendida en el tiempo. Cuando una lente se posa en mí, siento que mi propósito se amplifica, que mi voz callada encuentra un eco en la mirada de quien aprieta ese botón. Es como si, por un instante fugaz, mi pequeña existencia se volviera eterna, inmortalizada en una foto digital o impresa.

Me hace pensar si todos encontramos nuestro lugar en el mundo, esa «pared» donde podemos pegar nuestra verdad más íntima. ¿Somos todos, quizás, pequeños mensajes esperando que alguien nos encuentre, que nos entienda? ¿O vamos un poco a la deriva, con la tinta de nuestra esencia desvaneciéndose antes de que dé tiempo a leerla? La búsqueda de la felicidad, creo yo, no es llegar a un sitio, sino el simple acto de escribir lo que llevamos dentro y tener el coraje de pegarlo en alguna parte, aunque sea en el suelo más rústico y olvidado que encuentres.

Y aquí me quedo, un pedacito de emoción en el enorme tapiz que es el mundo. No sé cuánto tiempo estaré, pero sé que, por ahora, soy la prueba de que un sentimiento, por sencillo que parezca, tiene la fuerza suficiente para aguantar, para dejar su huella. Y a lo mejor, solo a lo mejor, mi simple presencia anima a otra persona a escribir su verdad, a encarar la acritud con la dulzura imparable del corazón. Porque al final, todos somos solo historias que esperan ser contadas, esperando que las vean, esperando que las sientan. Y algunas, como yo, solo necesitan unas sucias baldosas en el suelo y un poquito de valentía para existir.

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